La llamada austeridad republicana, esa bandera con la que el poder presume recortes y disciplina presupuestal, ahora apunta directamente al corazón de la democracia mexicana. El nuevo proyecto de reforma electoral plantea reducir los recursos del INE, recortar las prerrogativas de los partidos y hasta eliminar los diputados plurinominales. Bajo el argumento del ahorro, lo que se esconde es un rediseño político que, lejos de fortalecer a la ciudadanía, concentra aún más el poder en manos de quien gobierna.
El discurso es seductor: menos gasto en instituciones, menos privilegios, menos “parásitos” viviendo de la política. ¿Quién podría oponerse a que se gaste menos en partidos o en legisladores? Sin embargo, la realidad es mucho más compleja. Lo que está en juego no son viáticos, oficinas o campañas, sino el equilibrio democrático que se construyó en las últimas décadas para evitar que México regresara a los tiempos de un solo partido dueño del Congreso, de los votos y de la voluntad popular.
Reducirle presupuesto al INE no es un acto de eficiencia: es un golpe a la única institución que ha garantizado elecciones limpias y competitivas en un país marcado por fraudes, compra de votos y sospechas eternas. ¿Cómo fiscalizar campañas con menos recursos? ¿Cómo organizar elecciones confiables si el árbitro está maniatado? La democracia, cuando se empobrece, deja de ser árbitro y se convierte en rehén.
El recorte a los partidos políticos, que suena como una reivindicación ciudadana frente al dispendio, tiene otro filo: orilla a que los institutos busquen dinero en donde lo encuentren, y ya sabemos dónde está ese dinero fresco y dispuesto: en los bolsillos del crimen organizado y de intereses privados que luego cobran con influencia y favores. Menos prerrogativas significa más dependencia de poderes oscuros.
Pero el ataque más grave está en la propuesta de eliminar a los diputados plurinominales. A los ojos del ciudadano cansado parecen “legisladores de papel” que no ganaron en las urnas, pero en la práctica son la única garantía de representación para las minorías. Sin ellos, el partido mayoritario convierte la Cámara en un eco de sus designios, borrando la pluralidad y cancelando el contrapeso. Fue precisamente la creación de los plurinominales lo que permitió abrir el Congreso en los años ochenta, romper el monopolio del PRI y dar voz a las oposiciones. Pretender suprimirlos es, simple y llanamente, una regresión histórica.
La austeridad republicana, aplicada al Estado, puede ser un ejercicio legítimo; aplicada a la democracia, es un veneno. La democracia no se mide en pesos, se mide en confianza, en equilibrio, en representación. Quitarle recursos al árbitro, debilitar a los partidos y acallar a las minorías no es ahorrar: es preparar el terreno para una hegemonía disfrazada de modernización.
No nos engañemos: lo barato en democracia siempre sale caro. El país corre el riesgo de quedarse con un sistema electoral más flaco en recursos, pero también más débil en legitimidad. Y cuando la legitimidad se erosiona, lo que sigue no es ahorro: es autoritarismo.
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