Las relaciones entre México y Estados Unidos nunca han sido sencillas. Son una mezcla de cooperación inevitable y tensiones históricas, de puentes que acercan y muros —reales o simbólicos— que separan. En ese terreno complejo, las palabras del presidente Donald Trump, pronunciadas la semana pasada desde la Oficina Oval, encendieron nuevamente la chispa del debate: “México hace lo que nosotros le decimos que haga”.
Una frase corta, tajante, cargada de la arrogancia que ha caracterizado su relación con los países vecinos. Y, sin embargo, es mucho más que un exabrupto: es un recordatorio de las asimetrías históricas entre ambos países y de los dilemas que enfrenta el gobierno mexicano en su relación con Washington.
La respuesta no se hizo esperar. Claudia Sheinbaum, presidenta de México, respondió con firmeza: “En México, el pueblo manda”. Una frase igualmente breve, pero con un peso simbólico enorme. Con ella buscó marcar distancia, reafirmar la soberanía nacional y enviar un mensaje de dignidad a un socio que, a menudo, confunde la cooperación con la subordinación. El contraste entre ambas declaraciones es revelador: Trump presume control; Sheinbaum afirma autonomía.
No obstante, en la práctica, la relación bilateral rara vez se define por frases de ocasión. Basta recordar que, apenas unos días antes, México extraditó a 26 presuntos narcotraficantes hacia territorio estadounidense, en lo que muchos analistas interpretaron como un gesto de buena voluntad hacia la administración Trump. La presidenta mexicana defendió el acto como cooperación bilateral respetuosa de la soberanía, pero la percepción quedó sembrada: mientras Washington habla de “mandar”, México parece ceder en los hechos para evitar tensiones mayores.
El problema de fondo es que la relación bilateral está atrapada en un juego de presiones. Para Trump, México es al mismo tiempo un aliado necesario y un chivo expiatorio perfecto en materia de migración, seguridad y comercio. Para Sheinbaum, Estados Unidos es un socio indispensable, pero también una fuente constante de tensiones. De ahí que las respuestas mexicanas deban navegar entre la firmeza y la prudencia, cuidando tanto la dignidad nacional como los intereses pragmáticos que dependen de la relación con Washington.
Lo cierto es que, mientras Trump refuerza su narrativa de “México hace lo que decimos”, la presidenta mexicana intenta construir la imagen contraria: la de un país soberano que coopera sin claudicar.
En el fondo, la frase de Trump revela más sobre él que sobre México: una visión de la política exterior basada en la fuerza y la imposición. La respuesta de Sheinbaum, en cambio, busca reafirmar que México no es satélite de nadie. La verdadera prueba, sin embargo, no está en las declaraciones, sino en la capacidad del gobierno mexicano para sostener en los hechos lo que proclama en las palabras.
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