En días recientes volvió a escena una vieja tentación del poder: controlar el relato público. La iniciativa presentada por un senador del PT para crear un sistema nacional de televisión, radio y hasta periódico bajo la conducción del Estado no es solo un proyecto legislativo más; es un síntoma. Una señal clara de que ciertos sectores del oficialismo no están dispuestos a renunciar al sueño de tener una maquinaria comunicacional propia, robusta y, sobre todo, disciplinada.
El argumento es seductor en apariencia: “combatir la desinformación” y “equilibrar” la influencia de los grandes medios privados. Pero detrás de esta narrativa se esconde un impulso más profundo: el deseo de construir un megáfono institucional que opere bajo la lógica de la propaganda política. Y cuando un gobierno aspira no solo a gobernar, sino también a narrar y monopolizar la conversación pública, el terreno democrático se vuelve peligroso.
El país ya cuenta con medios públicos valiosos, que históricamente han demostrado que se puede informar desde el Estado sin ser un instrumento partidista. ¿Por qué, entonces, la necesidad de crear un sistema paralelo con tintes ideológicos tan marcados? ¿Por qué proponer un aparato dedicado explícitamente a “enfrentar a los medios de derecha”? La sola premisa revela que el proyecto nace desde la confrontación, no desde el servicio público.
Además, un sistema de medios estatales con vocación de combate político abre la puerta a otro riesgo: la normalización de que los gobiernos usen dinero público para influir en el debate electoral. En un país donde las instituciones electorales ya enfrentan presiones constantes y donde la línea entre información y propaganda suele difuminarse fácilmente, dotar al Ejecutivo de una plataforma mediática masiva y militante podría distorsionar el piso parejo entre fuerzas políticas y profundizar la desconfianza ciudadana.
Igualmente preocupante es el concepto de “medios del pueblo” que promueve esta agenda. No por su nombre —todos los gobiernos buscan legitimarse a través de etiquetas— sino por la narrativa subyacente: la idea de que toda crítica proviene de una élite corrupta y que solo la voz gubernamental encarna la verdad popular. Es un discurso que divide al país entre “informadores leales” y “enemigos mediáticos”, una lógica heredada de los populismos más radicales de la región. Y cuando el poder empieza a decidir quién es pueblo y quién no, la pluralidad deja de ser principio democrático y se convierte en obstáculo ideológico.
En México, la pluralidad informativa no se garantiza construyendo trincheras mediáticas, sino blindando la libertad de expresión y exigiendo transparencia a quienes ya reciben recursos públicos para comunicar. Lo demás es una ruta conocida en América Latina: hoy se abre una televisora “del pueblo”; mañana se convierte en vocera del gobierno; pasado mañana, en un instrumento más para deslegitimar voces críticas.
El debate que se aproxima no es técnico, es político. Y la pregunta de fondo es sencilla: ¿queremos un Estado que garantice la libertad de informar o un Estado que compita por imponer su versión de la realidad? En tiempos donde la polarización es rentable y la opinión pública se ha convertido en campo de batalla, vale la pena recordar algo esencial: cuando la comunicación del gobierno busca reemplazar a la prensa, el problema no es mediático; es democrático.



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