Por Jesús Donaldo Guirado
En tiempos en los que la coyuntura pública suele estar marcada por el encono y la estridencia de la disputa política, resulta casi venturoso presenciar cómo Navojoa y Álamos inauguran las fiestas decembrinas con un gesto tan sencillo como toral: el encendido de sus árboles gigantes.
A primera vista podría parecer un acto meramente ornamental; sin embargo, sería una falacia soslayar la dimensión social e incluso intersubjetiva de estas ceremonias. Porque en estos rituales —multitudinarios, colmados de luces y música— se fecunda una suerte de calidez endógena, un espíritu que permite permear, aunque sea por un instante, la sensación de comunidad en municipios donde la vida cotidiana suele estar marcada por el trajín y las discrepancias propias de cualquier región en crecimiento.
El encendido de los árboles no es solo un acto festivo: es un punto de sucesión, un símbolo que, canónicamente, marca el inicio del Adviento y abre las puertas a la temporada más evocadora del año. La luz, extendida en profusión, transforma el espacio público y lo vuelve un territorio donde familias, vecinos y visitantes se reúnen en una convivencia que, otrora, parecía menguada por la vorágine del día a día.
En ambos municipios, la ciudadanía se congrega —henchida de expectativa— para presenciar un espectáculo que exuda pulcritud y un ánimo casi magnánimo. La música, los destellos y, en ocasiones, los fuegos artificiales terminan por consolidar un paisaje festivo que resulta indubitable: diciembre ha llegado.
Más allá de su estética colosal, el árbol gigante cumple una función intrínseca: evocar los recuerdos pretéritos de la infancia, resucitar esa magia que a veces la adultez intenta defenestar con una premura inmisericorde. Estos momentos, aunque breves, atavían la memoria colectiva con una nostalgia amable y necesaria.
Que habitantes y foráneos se tomen un respiro para compartir un espacio, una fotografía o una carcajada puede parecer mínimo; pero en una época lacerada por la polarización política, estos encuentros ofrecen una pausa, una tregua, una luz que amonesta discretamente a la animadversión. En estas noches decembrinas, la comunidad deja de ser un concepto abstracto para convertirse en una realidad perceptible.
Así, Navojoa y Álamos no solo iluminan sus plazas: iluminan, aunque sea por un breve parpadeo, el ánimo social. Y en tiempos donde tanto se disputa, que algo nos una —sin proselitismo, sin artificio, sin pretensión— es una noticia que merece celebrarse.
Cuando la luz se vuelve deber: la otra cara de la temporada invernal en Sonora

Alfonso Durazo.- Responsabilidad pública
Si en Navojoa y Álamos la temporada decembrina se inaugura con luces, fervor comunitario y un simbolismo casi magnánimo, en el ámbito estatal la narrativa adquiere otro matiz igual de relevante, aunque menos festivo. Y es que mientras los alcaldes se empeñan —de forma por demás aplaudible— en robustecer el espíritu social, el gobernador Alfonso Durazo Montaño ha optado por una celebración distinta: la de la responsabilidad pública, esa que no siempre genera titulares estridentes, pero cuya importancia resulta insoslayable.
Durazo inauguró el nuevo Macrocentro de Vacunación, una infraestructura que, más que un edificio, representa una respuesta toral ante la inminente temporada invernal. En un país donde el sistema de salud ha cargado sobre sus espaldas una vorágine de desafíos, esta medida llega como un acto que, canónicamente, coloca la salud colectiva como prioridad suprema. No se trata, pues, de un gesto espurio ni de una pretensión política; es una acción pragmática que busca evitar la debacle sanitaria que podría gestarse si la prevención se soslayara.
El gobernador anunció la aplicación de más de un millón de dosis (845 mil 921 contra la Influenza, 269 mil 373 contra COVID-19, y 104 mil 895 contra Neumococo).
Un esfuerzo que, en su conjunto, pretende permear toda la entidad, reforzando la protección de la población con especial énfasis en el sistema respiratorio, tan vulnerable en esta época. No es menor la cifra, ni tampoco el desafío logístico, pero sí es perceptible la intención de evitar complicaciones graves y reducir la presión sobre los servicios médicos. Verbigracia: una estrategia preventiva resulta siempre más eficaz que cualquier intento posterior de menguar los estragos.
Esta campaña invernal —que podría parecer para algunos una tarea rutinaria— encierra un carácter intrínseco de cuidado público que merece su propio reconocimiento. Porque aunque las luces de diciembre nos inviten a la festividad, la realidad exige que las instituciones se mantengan imperturbables ante las amenazas de la temporada. Y en ese sentido, el Macrocentro de Vacunación no solo es un punto de atención, sino una declaración de principios.
La política, tantas veces reducida a discursos o contiendas, encuentra en gestos como este una de sus expresiones más conspicuas: la de proteger, incluso antes de celebrar. Mientras los municipios adornan sus plazas para reunirse en comunidad, el gobierno estatal atavía a Sonora con una coraza preventiva que busca garantizar que esas mismas reuniones no se conviertan en focos de riesgo.
Y así, en esta dicotomía tan propia del servicio público —la del encanto social y el deber institucional— Sonora transita hacia el invierno con una doble fortaleza: la de la alegría colectiva y la de la previsión sanitaria. Porque, al final, las fiestas se disfrutan más cuando la salud deja de ser un motivo de cavilación.
En suma, mientras los alcaldes de Navojoa y Álamos —y de otras comarcas sonorenses— se empeñan en ofrecer un diciembre henchido de símbolos: paz, unidad, comunidad, alegría, espíritu festivo, esperanza, tradición y esa nostalgia que enternece incluso al más huraño, el gobernador Alfonso Durazo aporta un complemento tan esencial como silencioso: el respiro de la salud.



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