MONITOR | Noviembre negro: jóvenes en las calles, violencia desbordada y un Sonora herido

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MONITOR | Noviembre negro: jóvenes en las calles, violencia desbordada y un Sonora herido

Por Alan Castro Parra

El 2025 se nos escapa entre los dedos como un año que nunca terminó de acomodarse, un calendario lleno de fisuras y sobresaltos que hoy, en su tramo final, nos deja una sensación amarga de país rebasado por su propia tensión interna. No es solo el clima político, ni únicamente la violencia, ni la incertidumbre económica. Es la mezcla de todo. Una coctelera que ha fermentado demasiado y que ahora, sin pedir permiso, explota frente a nuestros ojos con escenas que marcarán la memoria colectiva durante mucho tiempo.

 

El cierre de este año está siendo, sin exagerar, uno de los más caóticos de los últimos sexenios. Y no porque falte rumbo institucional, sino porque sobran señales sociales de que algo profundo se está resquebrajando. México termina el año con un ánimo social tenso, fragmentado y a ratos dolido; incapaz de encontrar ese punto medio entre el enojo legítimo, la protesta generacional y el duelo que paraliza.

 

Lo que vimos en noviembre no fue una secuencia aislada de eventos. Fue una radiografía clara y contundente de lo que somos hoy: un país que intenta procesar simultáneamente una marcha nacional encabezada por jóvenes que ya no están dispuestos a esperar, un estallido de violencia que vuelve a recordarnos que hay regiones donde el Estado no termina de llegar, y un luto profundo en Sonora por la tragedia de Waldo’s que nos sacudió el alma ese día gris.

 

A veces, los meses tienen una narrativa que se escribe sola. Y noviembre de 2025 escribió una demasiado dura.

 

La marcha de la Generación Z irrumpió como pocas veces se ha visto en la política contemporánea. No fue una protesta más. No fue un berrinche juvenil. No fue un acto de moda. Fue la irrupción, casi a gritos, de una generación que ya no confía en los partidos, que tampoco cree ciegamente en las instituciones tradicionales y que ha decidido tomar su propio carril en la discusión pública.

 

Es una generación que no pide permiso, que no busca el visto bueno, que no quiere representar las causas de nadie más que las suyas. Y en el país que les entregamos -polarizado, desigual, violento, cansado- sus reclamos suenan tan incómodos como urgentes.

 

La marcha dejó una lectura importante: la política convencional ya no les alcanza. Las organizaciones que buscan constituirse como nuevos partidos tampoco les representan, porque los jóvenes de hoy no buscan siglas, buscan coherencia. No quieren estructuras, quieren claridad. No quieren discursos, quieren resultados. Y ese vacío, esa ausencia de espacios de representación real, explica en buena parte por qué esta generación decidió no esperar el futuro, sino irrumpir en él.

 

El país vio a miles de jóvenes marchar con pancartas, celulares en mano y una narrativa más cercana a un manifiesto generacional que a un pliego petitorio tradicional. Esta es una generación que entiende el poder de la calle, pero también el de la viralidad. Un movimiento híbrido que no se agota en la marcha, porque seguirá, inevitablemente, en todas las plataformas, en todos los debates y en todos los rincones donde se sienta que el sistema ya no escucha.

 

Y aunque la convocatoria no alcanzó los números que algunos anticiparon, tampoco fue un fracaso. Fue un ensayo de músculo social, un preludio de lo que viene, una advertencia suave pero firme de que la política mexicana deberá abrir espacios o ellos los tomarán.

 

A esa efervescencia social se sumó, con brutalidad, la violencia de siempre. La tragedia en Michoacán volvió a poner sobre la mesa el tema que nunca hemos resuelto: la fragilidad del Estado frente a grupos criminales que operan con total impunidad en distintas zonas del país.

 

Las escenas, los testimonios y la reacción institucional mostraron que seguimos atrapados en un ciclo perverso donde la violencia avanza y las instituciones responden tarde, con limitaciones y con un discurso que ya no consuela a nadie. Lo ocurrido no fue un hecho aislado; fue parte de una narrativa recurrente que duele, que desgasta y que confirma que el país sigue dividido entre regiones que avanzan y regiones que sobreviven como pueden.

 

Esta violencia, además, permea el ánimo nacional en un momento particularmente delicado. Con elecciones judiciales recientes, con ajustes en la estructura federal y con disputas políticas que consumen energía y atención, la seguridad termina otra vez como una herida abierta sin tiempo para cerrar. Y cada estallido, cada ataque, cada tragedia, nos recuerda que la agenda de paz sigue siendo más aspiración que realidad.

 

Pero en Sonora, el país nacional se cruzó con el país local. Si México cerraba noviembre con tensión y rabia, Sonora lo cerraba con tristeza.

 

La tragedia en Waldo’s el primero de noviembre fue uno de esos momentos que congelan una ciudad completa. Un instante en el que el tiempo se detuvo y Hermosillo quedó sumida en un silencio que todavía no termina de retirarse. Lo ocurrido no fue solo un accidente, ni un encabezado más, ni un episodio que se archiva y se supera. Fue una herida emocional, colectiva, íntima.

 

Sonora se vistió de luto, y ese luto sigue ahí, atravesando conversaciones, medios, gestos y rutinas. La tragedia dejó familias rotas, dejó cuestionamientos profundos sobre seguridad, sobre responsabilidad institucional, sobre protocolos, sobre aquello que siempre creemos que está controlado hasta que descubrimos que no lo está.

 

Y en medio del caos nacional, Sonora trató de encontrar alivio, consuelo, explicaciones. Pero no las hay fáciles. No existen palabras que atenúen el golpe emocional. Porque esta tragedia no solo dolió: también reveló la fragilidad de nuestra vida cotidiana y la necesidad urgente de elevar los estándares de protección en todos los espacios públicos.

 

Todo esto, la marcha juvenil, la violencia en Michoacán, la tragedia en Waldo’s, no ocurrió aislado. Ocurrió simultáneamente. Se entrelazó. Se acumuló. Y así, el país llegó a este cierre de año con un ánimo colectivo saturado, como si todos los cables estuvieran tensados al límite.

 

México cierra el 2025 entre tres emociones que rara vez conviven al mismo tiempo: indignación, miedo y tristeza. No es una mezcla fácil de procesar, ni para los ciudadanos ni para las instituciones. Y, sin embargo, ahí estamos, intentando hacer sentido de un mes que nos recordó que la estabilidad sigue siendo un privilegio pasajero.

 

Lo que viene para el 2026 dependerá, en buena medida, de la capacidad del país para digerir este cierre caótico sin convertirlo en un punto de ruptura. La Generación Z seguirá empujando, los gobiernos deberán responder con inteligencia y sensibilidad, y la sociedad tendrá que encontrar espacios de sanación para las tragedias vividas.

 

Porque este país, a pesar de todo, sigue caminando. A veces con tropiezos, a veces con fuerza, a veces con dolor. Pero sigue. Y este cierre de año, tan áspero como ha sido, podría ser también una oportunidad para mirar de frente nuestras tensiones, en vez de seguirlas posponiendo.

 

México no está condenado al caos. Pero sí está obligado a entenderlo. A leerlo. A enfrentarlo. A corregirlo. Y quizás, solo quizás, este noviembre turbulento sea el recordatorio más contundente de que ya no podemos seguir ignorando las grietas que nos atraviesan.

 

El 2025 termina como un año que nos exigió más de lo que estábamos dispuestos a dar. 2026 deberá ser el año en que decidamos si seguimos rebasados o si finalmente tomamos el control de nuestro destino colectivo.

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