La marcha del sábado 15 de noviembre, convocada por la llamada generación Z, finalmente llegó a las calles de la Ciudad de México tras semanas de polémica, advertencias y diagnósticos encontrados. Hoy, lunes 17 de noviembre, el balance no puede medirse en absolutos: ni fue la irrupción masiva que algunos imaginaron, ni un episodio inocuo que pueda desestimarse. Lo ocurrido fue un ensayo cívico con señales que ameritan ser leídas con menos estridencia y más rigor.
Lo primero que quedó claro es la distancia entre el ímpetu digital y la capacidad de movilización presencial. La conversación en redes anticipaba una manifestación histórica; la asistencia, aunque significativa en ciertos momentos y puntos, no rebasó esas expectativas infladas. Sin embargo, reducir el resultado a la métrica de la multitud sería tan injusto como insuficiente. Lo que vimos en las calles no fue un fracaso, sino la puesta en escena de un fenómeno en formación: jóvenes organizándose por vías no tradicionales, probando esquemas de convocatoria, y buscando voz en un ecosistema político que rara vez los considera protagonistas.
Para el Gobierno, la jornada representa una confirmación parcial de su narrativa. La manifestación no desbordó el Centro Histórico ni requirió del blindaje metálico que se anticipó, lo que deja la impresión de una reacción oficial quizá exagerada. No obstante, también le obliga a reconocer que un sector de jóvenes —aunque no mayoritario— decidió salir y expresar inconformidades que van más allá de hashtags o tendencias. Ignorarlo sería repetir los errores del pasado.
Del lado del movimiento, la marcha evidenció fortalezas y carencias. La presencia juvenil, genuina en muchos casos, dio legitimidad al llamado. Pero la falta de vocerías claras, la dispersión temática y la influencia de actores externos en la conversación digital siguen siendo desafíos para consolidar una identidad propia. Incluso así, quedó una señal inequívoca: hay una generación que, aun sin estructuras formales, está dispuesta a ejercer su derecho a la protesta, aunque todavía esté aprendiendo cómo hacerlo con mayor cohesión.
Lo positivo es que el país fue testigo de un primer intento. Un tanteo que, lejos de ser desalentador, abre un espacio para algo que podría madurar con el tiempo: una ciudadanía juvenil que no se conforma con consumir política desde la pantalla, sino que experimenta con ocupar el espacio público. Lo negativo es que el ruido previo —alimentado tanto por denuncias oficiales como por expectativas desbordadas— terminó opacando la discusión sustantiva: qué quieren estos jóvenes, qué los mueve y qué demandas están realmente articulando.
El desafío, para todos, será no sobredimensionar ni subestimar lo que ocurrió. La marcha no cambió el tablero político, pero dejó pistas sobre cómo se construyen hoy los movimientos sociales en la era de la hiperconectividad. No son espontáneos, pero tampoco totalmente inducidos. No son masivos, pero tampoco irrelevantes. Se encuentran en esa zona gris donde comienzan a formarse las nuevas formas de participación.
La Generación Z no llenó el Zócalo, pero sí abrió una conversación que no debería cerrarse tan pronto. Y eso, en el contexto actual, ya es más de lo que muchos esperaban.



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