PRISMA | Carlos Manzo: el eco de un país sin ley

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PRISMA | Carlos Manzo: el eco de un país sin ley

Por David Omar Guirado

En México, el valor de la vida se mide cada vez menos por su dignidad y cada vez más por su desafío. El asesinato de Carlos Manzo, alcalde independiente de Uruapan, no es solo un crimen político: es un espejo del país entero. El de una nación donde los valientes son asesinados, donde la justicia no llega y donde los que se atreven a desafiar al poder, sea del crimen o del Estado, terminan pagando con la vida.

Manzo era un político atípico. En un Michoacán desgarrado por la violencia y la corrupción, surgió como un líder comunitario que se construyó desde abajo. Nieto de trabajadoras domésticas y bisnieto de campesinos, eligió ser visible en una tierra donde la supervivencia exige invisibilidad. Con su sombrero sahuayense y su morral bordado, fundó el Movimiento del Sombrero, una organización ciudadana que creció al margen de los partidos y de la retórica oficial. En un sistema saturado de siglas y slogans, él prefería los hechos.

Su discurso era frontal: “A los delincuentes hay que abatirlos sin contemplación”. Lo llamaron el “Bukele mexicano”, aunque su causa no era la del autoritarismo, sino la del hartazgo. En un país cansado de abrazos y promesas, su mensaje de mano firme conectó con quienes ya no creen en la protección del Estado.

 

Un alcalde que no se escondía

Manzo no fue un improvisado. Desde joven impulsó farmacias comunitarias, campañas de salud y programas sociales financiados con recursos propios. Su sede era la calle y su oficina una mesa de plástico en un parque. En 2024, logró lo que pocos creían posible: ganar la alcaldía de Uruapan como candidato independiente, con el 66% de los votos, derrotando a la maquinaria de Morena y al alcalde en funciones, Ignacio Campos.

Su victoria, sin embargo, le costó caro. Desde el primer día recibió amenazas de muerte. En un Estado tomado por el crimen, gobernar con honestidad fue su condena. Denunció públicamente la colusión entre autoridades y delincuencia, impulsó patrullajes con su propio dinero y exigió que la policía municipal contara con armas de grado militar.

“Porque las balas no van al cielo, las personas sí”, había dicho años antes. Aquella frase, hoy epitafio, resume la tragedia de un hombre que creyó que la valentía podía ser política pública.

 

La ruptura con el poder federal

Su relación con el poder fue un choque permanente. Acusó al gobernador Alfredo Ramírez Bedolla de corrupción y de amenazar su vida. Y sus diferencias con la presidenta Claudia Sheinbaum fueron evidentes: mientras ella defendía la inteligencia y la prevención, él exigía fuerza y resultados.

El conflicto representaba dos visiones opuestas de país. Sheinbaum presumía datos alentadores: reducción de homicidios, laboratorios desmantelados, miles de detenidos; Manzo, desde la trinchera local, veía otra realidad: la de un territorio dominado por cárteles que extorsionan, asesinan y gobiernan de facto.

El 2 de noviembre de 2025, durante el Festival de las Velas, Carlos Manzo fue asesinado a plena vista de su familia y su pueblo. Las fuerzas federales estaban desplegadas, pero no pudieron impedir que un sicario lo ejecutara. La imagen de su cuerpo cayendo con el sombrero aún puesto se volvió símbolo de un Estado rebasado.

 

La crisis que golpea al discurso presidencial

El crimen desató la primera gran crisis del sexenio. Para Sheinbaum, que apostó su legitimidad en la eficacia de su estrategia de seguridad, el caso Manzo demolió el relato de éxito. Ninguna cifra oficial puede competir con el asesinato de un alcalde que pedía protección y no la obtuvo.

En política, no todos los asesinatos pesan igual. El de Manzo simboliza el colapso del pacto entre la autoridad y el ciudadano. Mostró que, pese al despliegue militar y las estadísticas, el control territorial sigue en manos del crimen.

En el primer semestre del año se registraron más de cien asesinatos políticos en México. A eso se suman más de 300 policías ejecutados, según Causa en Común. Los municipios son el eslabón más débil: el punto donde convergen las extorsiones, la impunidad y la ausencia del Estado.

Michoacán, epicentro histórico de la violencia, volvió a mostrar que no existe una estrategia nacional capaz de contener lo local y en Sonora tampoco nos quedamos atrás con indices de violencia de ciudades como Cabeme. El crimen organizado entiende lo que el gobierno aún no asume: quien controla el municipio, controla el país.

 

Un país que entierra a sus valientes

La ejecución de Manzo no fue un acto aislado, sino un síntoma. México vive una descomposición estructural donde la violencia se ha institucionalizado y la impunidad es la norma. Cada asesinato político erosiona un poco más la confianza en el Estado y confirma que las leyes no bastan sin autoridad moral ni presencia efectiva.

Manzo representaba la idea de que aún era posible una política desde la calle, sin partidos, sin padrinos, sin miedo. Su muerte destruyó esa ilusión. Fue el recordatorio de que el poder -en cualquiera de sus formas- sigue castigando a los rebeldes.

Mientras tanto, la sociedad mexicana, cansada de lutos y comunicados, empieza a perder el miedo. Tras el asesinato, miles de uruapenses marcharon con sombreros en alto. Su esposa prometió continuar su legado. No fue una proclama partidista, sino un gesto de dignidad: la negativa a aceptar que el crimen tenga la última palabra.

 

La república del miedo

El caso Manzo sintetiza el drama de la nación. Un país que presume estabilidad económica y crecimiento industrial, pero que no puede garantizar la vida de sus gobernantes locales, es un país fallido en lo esencial. La seguridad no se mide en cifras, sino en confianza, y hoy México no confía en su Estado.

El gobierno federal ha sido incapaz de construir un modelo que proteja lo que el crimen busca dominar: el territorio, la comunidad, el miedo. La estrategia de Sheinbaum puede contener indicadores, pero no emociones. El hartazgo ciudadano crece y, con él, el peligro de una ruptura más profunda.

Carlos Manzo murió por decir lo que millones piensan: que el país no puede seguir sometido ni al crimen ni a la indiferencia. Su muerte interpela al poder, pero también a la sociedad. Porque cada vez que un valiente cae, no solo muere una persona: se debilita la esperanza colectiva de que México aún puede tener ley.

Hoy, el sombrero de Carlos Manzo ondea como un símbolo del México que no se resigna, del México que exige volver a creer en la autoridad, en la justicia y en la vida misma. Y mientras su nombre se convierte en mito, el mensaje es ineludible: no hay transformación posible en un país que entierra a sus valientes.

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