EDITORIAL | Un país que honra a sus muertos, pero sigue buscando a los vivos

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EDITORIAL | Un país que honra a sus muertos, pero sigue buscando a los vivos

El Día de Muertos es, quizá, la tradición mexicana más profundamente humana: una reconciliación con la ausencia, una celebración de la memoria que nos recuerda que la vida solo cobra sentido cuando la muerte no nos arrebata la dignidad. Pero este año, entre flores de cempasúchil y altares encendidos, el país parece mirar con ojos cansados a un altar cada vez más grande: el de las víctimas de la violencia.

Porque México no solo honra a sus muertos: los sigue contando. Mientras el aroma del copal llena las plazas y los panteones, las madres buscadoras recorren desiertos, montes y fosas, intentando que el olvido no se convierta en otro entierro. Esa doble realidad —la fiesta y la tragedia— define nuestra época: un país que canta a sus difuntos, pero sigue sin encontrar a los desaparecidos.

No se puede negar que el nuevo gobierno de Claudia Sheinbaum ha comenzado con una estrategia más técnica, menos estridente, en materia de seguridad. Su secretario Omar García Harfuch entiende de territorio y de inteligencia, y su estilo de coordinación —más de operaciones que de discursos— se siente como un respiro después de años de improvisación y desgaste. Pero aun así, la tarea es monumental: recuperar un país donde la violencia no se herede, donde los altares no sean mapas del dolor.

El crimen organizado ya no solo controla rutas o territorios, sino símbolos. Se apropia de la vida cotidiana, se infiltra en la normalidad. Frente a eso, el Estado no puede limitarse a administrar la crisis: tiene que cambiar el relato, devolverle a la muerte su carácter natural y no violento. Porque no hay tradición que resista cuando los muertos no llegan por destino, sino por impunidad.

Y mientras tanto, el desierto —ese testigo inmóvil del norte— sigue guardando secretos bajo su arena. Ahí donde florece el cempasúchil silvestre, también descansan huesos sin nombre. Sin embargo, la esperanza persiste: la misma que lleva a las madres a seguir cavando, la que sostiene al país en su contradicción más profunda, esa que celebra la muerte porque aún cree, obstinadamente, en la vida.

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