Por Jesús Donaldo Guirado
Como si de una obra canónicamente guionada se tratase, vuelven las ya célebres “corcholatas”, aquellas figuras que, con una presencia que oscila entre la elegancia llamativa y la teatralidad, pretenden erigirse como los futuros adalides de la Cuarta Transformación. Esta vez, el escenario no es el palacio nacional ni la cúspide presidencial, sino el agreste y políticamente vibrante estado de Sonora, donde Morena ha decidido replicar su ya institucionalizado mecanismo de sucesión interna de cara a los comicios de 2027.
En un momento especialmente significativo, la presidenta del partido guinda, Luisa María Alcalde Luján, anunció el pasado 4 de mayo durante el Consejo Nacional de Morena el retorno de este singular método de selección. Como en la pretérita contienda de 2024 —cuando el partido ungió a su abanderado presidencial bajo el eufemismo de “coordinador de los Comités de Defensa de la Cuarta Transformación”— ahora será Sonora la entidad que se sumerja en esta suerte de ritual partidista, entre pulsiones endógenas, vendettas políticas y proselitismo cuidadosamente ataviado.
Así, se reactiva el tablero: múltiples aspirantes —algunos egregios, otros apenas notorios— se alinean como parte de una caterva que, cual recua disciplinada, buscará proyectar su valía sin incurrir, al menos en teoría, en los excesos que ya forman parte del folklore político mexicano: nepotismo, influyentismo, actos anticipados de campaña. Todo ello, verbigracia de una narrativa que busca teñirse de pulcritud y legalismo, aunque no pocas veces exude un artificioso aroma de simulacro democrático.
Lo inusitado, aunque no sorprendente, es que el proceso vuelve a centrarse en figuras más que en proyectos. Las “corcholatas”, apelativo de resonancia lúdica pero contenido profundamente político, no son sino la encarnación de un modelo que privilegia la popularidad sobre la estructura, el marketing sobre la ideología. Una fórmula eficaz, sí, pero que comienza a mostrar signos de exacerbado desgaste, como una calicata política que apenas logra permear en el subsuelo de las ideas.
Del otro lado del espectro, Antonio Astiazarán —quien funge como virtual candidato de la oposición— observa desde su atalaya estratégica. Oriundo del mismo suelo sonorense, Astiazarán no desconoce la idiosincrasia de su grey política, y prepara una contraofensiva que podría tornarse álgida si logra articular un frente sólido, más allá de las rencillas intestinas que carcomen al bloque opositor. Morena, por su parte, sabe que el verdadero adversario no está afuera, sino adentro: en los corrillos, en los desacuerdos soterrados, en la animadversión que puede inflamar las bases si perciben una imposición disfrazada de consenso.
Será en octubre cuando se abra oficialmente la compuerta de las aspiraciones. Entonces, comenzará la danza de nombres, los abrazos impostados, las encuestas “orientativas”, los foros de unidad. Y, claro, la liturgia mediática que acompañará cada paso como si de una saga épica se tratase. No faltará quien, con zalamería o recelo, proclame la inevitabilidad del proceso, lo inexorable del destino morenista. Pero en política —como en la vida— nada es indubitable.
¿Quién será el coordinador o la coordinadora en Sonora? ¿Se respetarán, como exige la liturgia partidista, los principios de equidad y transparencia? ¿Habrá espacio para la crítica, o cualquier discrepancia será vilipendiada como traición? En esta hebdomadaria porfía política, solo una cosa es cierta: el tablero ya está dispuesto, las piezas se han comenzado a mover y, una vez más, la Cuarta Transformación se apresta a definir su porvenir con las mismas herramientas que otrora: espectáculo, disciplina y una buena dosis de artificio.
El porvenir de Sonora pende ahora de una nueva generación de “corcholatas”. El desfile ha comenzado. Que cada quien sopesé si aplaudirlo o enzarzarse en la crítica.
El tablero político en Sonora no solo se agita por las piezas que Morena mueva internamente. A raíz de la estrategia anunciada para la elección del próximo coordinador estatal —figura que, en los hechos, será el candidato o candidata al gobierno del estado— surge una interrogante clave: ¿hasta qué punto participarán los partidos aliados, PT y PVEM, ¿en esta contienda interna?
La experiencia no es ajena. En el proceso presidencial de 2024, tanto el Partido del Trabajo como el Verde Ecologista lograron colar a sus propios perfiles dentro de la dinámica de las “corcholatas”. Ahí están los casos emblemáticos de Gerardo Fernández Noroña y Manuel Velasco, quienes, sin ser militantes de Morena, fueron incluidos como aspirantes bajo el argumento de fortalecer la coalición. La pregunta es válida: ¿Morena abrirá de nuevo la puerta?
Si la respuesta es afirmativa, hay nombres que ya comienzan a sonar con fuerza. Por parte del PT, el nombre de Froylán Gámez Gamboa resalta no solo por su activismo reciente, sino por su cercanía con el gobernador Alfonso Durazo. Gámez no solo ha mostrado lealtad, sino también una admirable sintonía con el proyecto político de Morena, sabiendo jugar con discreción y efectividad. Su juventud, su empuje, y su pragmatismo político —al margen de estridencias— lo convierten en una carta fuerte, especialmente si la coalición busca mostrar renovación sin sacrificar estructura.
No obstante, Froylán no es el único en la baraja petista. Ramón Flores, actual dirigente estatal del PT, podría ser considerado una opción con peso interno. Aunque más identificado con el ala clásica del partido, su presencia no es menor. El dilema, sin embargo, radica en la percepción pública: ¿podría Ramón ser aceptado bajo la bandera guinda sin diluir la identidad que ha defendido desde el PT? Esa transición, aunque viable, sería políticamente delicada.
En el terreno de la equidad de género, que Morena y sus aliados han defendido como uno de sus ejes torales, también hay nombres relevantes. Celida López Cárdenas podría encarnar la propuesta femenina del Partido del Trabajo. La exalcaldesa ha sabido mantenerse vigente, y aunque ya fue aspirante por Morena en otras contiendas, su nombre aún goza de resonancia en diversas regiones del estado. Su inclusión no sería descabellada, sobre todo si se busca equilibrio en los perfiles.
Por parte del Partido Verde, la opción más visible y, tal vez, la más interesante, es la de Omar del Valle Colosio. Sobrino del ícono político Luis Donaldo Colosio, Omar se ha construido una carrera propia, sin escándalos, desde el Congreso local. Su perfil institucional, su discurso mesurado y su habilidad para articular consensos, le han permitido posicionarse como una figura seria dentro del PVEM. Aunque su apellido pesa, lo que más le favorece es su capacidad de representar una opción distinta, sin desentonar con los postulados del oficialismo.
En resumen, si Morena decide reeditar el esquema abierto de las “corcholatas” incluyendo a sus aliados, el mosaico político en Sonora se diversificará de manera sustancial. La contienda dejará de ser una simple interna de partido para convertirse en un ejercicio de equilibrio de fuerzas dentro de la coalición. No solo estará en juego quién tiene más apoyos, sino también quién logra comunicar mejor el proyecto, conectar con la ciudadanía y garantizar continuidad sin caer en la monotonía.
Sonora se prepara para una batalla política que irá mucho más allá de nombres o lealtades. La pregunta no será solamente quién quiere gobernar, sino quién puede convencer al electorado —y al aparato partidista— de ser el rostro más adecuado de la Cuarta Transformación en su próxima etapa.
En Morena, algunos nombres ya no requieren presentación; su sola mención activa las redes internas del partido y despierta expectativas entre la militancia. Sin embargo, de entre la multitud de aspirantes que se perfilan, hay figuras que sobresalen por méritos propios y no solo por cercanía al poder.
Fernando Rojo de la Vega, por ejemplo, ha crecido como figura clave en el tejido territorial de Morena. Su paso por la campaña de Claudia Sheinbaum y su labor en la Secretaría de Bienestar lo colocan como un operador eficaz con proyección estatal. A su lado, políticos de larga data como Javier Lamarque y Lorenia Valles se muestran como cartas con peso histórico y legitimidad en la izquierda sonorense.
Karla Córdova, desde Guaymas, ha ganado terreno gracias a una gestión sólida en lo local, mientras que Heriberto Aguilar y Adolfo Salazar representan la línea dura del duracismo, con vínculos estrechos tanto con el gobernador como con la dirigencia nacional.
No menos visibles son perfiles como Álvaro Bracamonte o Wendy Briceño, quienes aportan capital académico, experiencia institucional o activismo de base. Incluso nombres menos conocidos como Paulina Ocaña o Octavio Almada se abren paso como nuevas apuestas en un relevo generacional que ya no puede posponerse.
Morena se encuentra, pues, ante una bifurcación clave: definir no solo a su próximo abanderado o abanderada en Sonora, sino también cómo repartirá el poder en su ecosistema interno. Porque, aunque sólo uno tomará la estafeta por la gubernatura, los “premios de consolación” —diputaciones, alcaldías, posiciones estratégicas— serán decisivos para mantener la cohesión y evitar que el proceso se convierta en una debacle.
La danza de las corcholatas ha comenzado. Y aunque el espectáculo luce familiar, el desenlace aún está por escribirse.
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