PILAR POLÍTICO | El salto de la rana: Judas Mendívil y la liturgia del transfuguismo

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PILAR POLÍTICO | El salto de la rana: Judas Mendívil y la liturgia del transfuguismo

Por Jesus Donaldo Guirado

En los vericuetos de la política regional, donde las lealtades son mercancía de temporada y la ética se canjea como ficha de casino, emerge nuevamente la figura de Jesús Tadeo “Judas” Mendívil. Oriundo de Etchojoa y reputado por su camaleónica vocación partidista, este conspicuo personaje se perfila —con calculada frialdad— hacia una nueva mutación ideológica. Todo indica que su próxima incursión será en las filas del Partido del Trabajo, un viraje que no obedece a convicciones doctrinales, sino a la sempiterna pretensión de arribar, nuevamente, a la cúspide municipal.

Su historial político no es sino una crónica de traiciones sucesivas: fincó sus primeros pasos en el PRI, se embanderó después en el PAN bajo el abrigo del otrora gobernador Guillermo Padrés y, en una jugada que algunos califican de espuria, se sumó a las filas de MORENA en 2018, apadrinado por los entonces influyentes Soto, Zazueta y Lamarque. Hoy, la narrativa se repite con exasperante previsibilidad: se apresta a claudicar del partido guinda con la mira fija en los comicios de 2027, con la esperanza de fecundar desde el PT su candidatura a la alcaldía de Etchojoa.

No es baladí que el mote de “Judas” haya dejado de ser un simple juego de palabras con su segundo nombre; el apelativo se torna en una metáfora incontrovertible. Como el Iscariote bíblico, Mendívil parece dispuesto a defenestrar su militancia con la misma facilidad con la que se sacrifica la coherencia en aras del poder. El paralelismo es más que una figura retórica: es un retrato brutalmente fiel de su praxis política.

En los corrillos palaciegos del Ayuntamiento de Etchojoa se rumora con persistencia que el verdadero poder no reposa en el asiento del actual alcalde —una figura ausente, casi espectral—, sino en las manos hábiles y persuasivas de Mendívil, a quien muchos le rinden cuentas con el sigilo de quien se encomienda al cacique real. Esta anomalía institucional, esta suerte de cohabitación política extramuros, ha generado un vórtice de incertidumbre administrativa y una maledicente percepción de desgobierno.

Los trabajadores de primer nivel, así como una caterva de sindicalizados, ya operan —al parecer— en pro de su futura campaña, un dato que revela cómo el proselitismo político ha permeado, cual laceración endógena, la estructura operativa del municipio. La “rana” —sobrenombre que, con cierta mordacidad zoológica, ha sustituido al bíblico “Judas”— no brinca por azar. Salta, calculadamente, sobre estructuras partidistas cual superficies efímeras, sólo para aterrizar en la plataforma que le ofrezca mejor acomodo para su siguiente zancada electoral.

Es menester subrayar que esta danza de saltimbanqui no solo trastoca el orden democrático local, sino que alimenta una distopía política donde el pragmatismo ramplón se impone sobre la ideología, y donde los partidos —ya dilapidados por la venalidad— se convierten en simples vehículos de ambiciones personales. La ignominia no reside únicamente en el acto de migrar de un partido a otro, sino en hacerlo con tal desparpajo y oportunismo, que la ética termina por parecer un estorbo más que una brújula.

De continuar esta inercia, cabe preguntarse: ¿qué valores nos quedan como ciudadanía? ¿Acaso la pulcritud política es hoy una excentricidad inverecunda?

Etchojoa, como otras comarcas olvidadas por la lupa nacional, se convierte así en laboratorio de una patología mayor: la del político-huésped, que parasita instituciones para saciar sus apetitos personales. La historia juzgará. Pero nosotros, en tanto testigos de esta tragicomedia, no podemos —ni debemos— permanecer en la penumbra del desdén.

¿Quién será el próximo en permitir que se repita esta afrenta?

 

Humanismo bajo el mármol: Navojoa, entre la política y la compasión

En una época donde la praxis política suele revestirse de frialdad calculada, discursos tecnocráticos y estrategias sin alma, resulta casi subversivo hallar destellos de genuina humanidad en los espacios institucionales. El Cabildo de Navojoa, ese foro donde se entretejen decisiones trascendentes para el destino colectivo, ha dado recientemente una muestra de que, tras la coraza de protocolos y deliberaciones, aún laten corazones que no han sido devorados por la indiferencia burocrática.

En una sesión ordinaria presidida por el alcalde Jorge Alberto Elías Retes, los ediles no solo deliberaron, sino que también sintieron. Sintieron el peso de una causa noble, la carga de la responsabilidad moral, y en un gesto que dignifica la política como instrumento de bien común, autorizaron apoyos económicos mensuales para dos asociaciones que encarnan la verdadera filantropía: el Orfelinato Claret y María Lucía dando Amor.

Estas instituciones no son meros nombres en un padrón civil. Son faros de esperanza. La primera ofrece techo, abrigo y contención a niños huérfanos o provenientes de hogares fracturados por la violencia, el abandono o la miseria. La segunda, con una sensibilidad que estremece, acompaña a pequeños guerreros que enfrentan el cáncer, esa enfermedad impía que no distingue edades ni estratos.

Lo destacable, sin embargo, no es solo la aprobación del apoyo, sino la manera en que se dio. El análisis técnico inicial proponía un monto de $15,000 mensuales para cada institución. Pero fue el corazón —sí, el corazón, ese músculo que rara vez se nombra en sesiones edilicias— el que habló. Y habló con fuerza. Los ediles decidieron incrementar esa cifra a $20,000, en un gesto que no fue sólo presupuestal, sino profundamente simbólico. Y lo hicieron con una promesa tácita: que este apoyo puede y debe crecer, conforme lo permitan las arcas y la voluntad política.

Este tipo de decisiones —tan ajenas a los reflectores estridentes del oportunismo electoral— revelan la existencia de una dimensión muchas veces negada en la política: la compasión institucionalizada. Y es que, cuando el Estado voltea la mirada hacia los más vulnerables, no sólo cumple con su función elemental, sino que se humaniza. Se reconcilia con su esencia.

Además de estos acuerdos, se formalizó también un convenio con el Colegio de Estudios Científicos y Tecnológicos del Estado de Sonora (CECYTES), y se reafirmó la colaboración del municipio con el Sistema Estatal de Seguridad Pública. Ambos avances relevantes, sin duda. Pero en esta ocasión, fue el humanismo el que se llevó la ovación. Fue la ternura en forma de política pública.

Ojalá este acto no sea flor de un día. Ojalá no se trate de un paréntesis, sino del inicio de una nueva narrativa en la administración pública municipal, una donde los números no sean enemigos de la empatía, y donde el presupuesto no sirva sólo a la infraestructura, sino también a la esperanza.

Porque si algo necesita este país, tan fracturado por la desconfianza y la polarización, es que sus representantes recuerden —y lo hagan sentir— que el poder puede usarse no solo para mandar, sino también para cuidar.

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