La relación entre México y Estados Unidos atraviesa un periodo de máxima tensión, condicionado por el impredecible liderazgo de Donald Trump y sus políticas comerciales proteccionistas. La reciente imposición de aranceles a socios del T-MEC y a China ha encendido las alarmas en el gobierno de Claudia Sheinbaum, quien, con una estrategia de “cabeza fría”, busca sortear la tormenta sin caer en confrontaciones inútiles. Sin embargo, las diferencias entre ambas administraciones son profundas y podrían llevar a un choque inminente.
Por un lado, Trump parece decidido a desmantelar el modelo de libre comercio que ha regido la relación bilateral durante décadas, argumentando que este ha debilitado la economía estadounidense. En su lógica, imponer aranceles no es solo un mecanismo de presión, sino una herramienta para fortalecer la industria nacional. México, en este escenario, enfrenta la difícil tarea de encontrar un lenguaje común que permita negociar sin comprometer su crecimiento económico.
La estrategia de Sheinbaum ha consistido en dos movimientos clave. Primero, ha tratado de demostrar que México ha sido un socio confiable al atender las preocupaciones estadounidenses en materia migratoria y de seguridad. Segundo, ha pospuesto su respuesta oficial a las medidas de Trump, buscando ganar tiempo para explorar opciones y evitar reacciones precipitadas. Esta táctica, aunque prudente, tiene un límite: si la Casa Blanca insiste en demandas inaceptables, México deberá prepararse para una confrontación comercial de gran escala.
Aquí es donde entra en juego la necesidad de traducir los intereses de México a términos que resuenen en la lógica trumpista. Más que defender el libre comercio como un principio abstracto, México debe presentarse como un aliado estratégico para la reindustrialización estadounidense. Esto significa ofrecerse como un proveedor clave de insumos para sectores prioritarios en EE.UU., garantizando que cualquier ruptura en la relación comercial sea más costosa para la economía estadounidense que para la mexicana.
Además, ante la imposición de aranceles, México no debe limitarse a la protesta, sino negociar su aplicación de manera inteligente. En lugar de resistirse frontalmente, el gobierno mexicano podría influir en su calibración, asegurando que sean manejables y que el impacto recaiga principalmente en los consumidores estadounidenses. Esta maniobra podría permitir que el comercio bilateral continúe sin colapsar, mientras se minimizan los daños a la economía mexicana.
No obstante, el margen de maniobra es cada vez más estrecho. La administración de Sheinbaum ha mantenido hasta ahora una postura firme pero conciliadora, evitando escaladas innecesarias. Sin embargo, si Trump persiste en una agenda de ruptura total con el T-MEC, el gobierno mexicano tendrá que abandonar la moderación y prepararse para un escenario adverso. Esto implica fortalecer el mercado interno, diversificar socios comerciales y consolidar una base industrial propia que reduzca la dependencia de EE.UU.
El reto para Sheinbaum no es solo externo. En el ámbito interno, su gobierno enfrenta la necesidad de generar consensos más amplios para enfrentar la crisis comercial. Si bien su liderazgo ha sido reconocido en momentos de tensión, la incertidumbre obliga a una mayor apertura hacia sectores que tradicionalmente no han estado alineados con su administración. Un desafío de esta magnitud no se enfrenta con triunfalismo ni con cálculos electorales, sino con una estrategia clara que garantice estabilidad y crecimiento a largo plazo.
En suma, México debe prepararse para la tormenta con inteligencia y pragmatismo. La negociación con Trump exige una combinación de firmeza, estrategia y adaptación a una lógica política distinta. La clave estará en saber jugar con las reglas del adversario sin perder de vista los intereses nacionales. Sheinbaum tiene en sus manos la responsabilidad de guiar al país en este momento crítico, asegurando que, pase lo que pase, México salga fortalecido de la crisis.
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