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EDITORIAL | La autonomía simulada: el verdadero problema detrás del cambio en la FGR

La renuncia de Alejandro Gertz Manero y la llegada de Ernestina Godoy como encargada de despacho han sido presentadas por el Gobierno federal como un relevo institucional, casi como un paso natural en la evolución de la Fiscalía General de la República. Sin embargo, lo ocurrido estos días revela algo mucho más profundo y preocupante: la confirmación de que la FGR, un órgano que nació con la promesa de independencia, se ha convertido en una institución donde la autonomía solo existe en el papel.

La caída de Gertz Manero, con todo y su polémico historial, acusaciones de venganza, opacidad y uso discrecional del poder,  no representa un parteaguas, sino un ajuste interno. Un movimiento estratégico más cercano a una reubicación política que a una apuesta por sanear el sistema de procuración de justicia. Y es ahí donde aparece la primera señal de alerta: cuando un fiscal deja el cargo para ocupar una embajada, queda claro que la supuesta separación entre la Fiscalía y el Ejecutivo es en realidad una ficción administrada.

La FGR, desde su concepción constitucional, se planteó como un contrapeso. Una institución capaz de investigar al propio gobierno, de perseguir la corrupción sin miedo ni favoritismos. Pero la llegada de una figura tan cercana al poder presidencial como Ernestina Godoy al mando provisional expone lo que muchos anticipaban: la Fiscalía no ha roto el cordón umbilical con el poder político; simplemente lo ha disimulado mejor.

Más allá de los nombres, lo verdaderamente revelador es la estructura de incentivos. La FGR depende del presupuesto aprobado por el mismo Congreso dominado por el partido en el poder, y ahora enfrenta un recorte millonario justo cuando debería fortalecerse. ¿Cómo puede ser autónoma una Fiscalía que depende políticamente para sobrevivir y financieramente para operar? ¿Cómo puede ser independiente una institución cuyos liderazgos rotan según los ciclos del poder?

La autonomía, tal como está planteada hoy, es más retórica que realidad. Se habla de una Fiscalía independiente, pero sus decisiones clave —desde la persecución penal hasta los tiempos políticos de sus investigaciones— parecen alinearse puntualmente con las necesidades del gobierno en turno. Y aunque la transición entre Gertz y Godoy se venda como una etapa de renovación, lo cierto es que el nombramiento de una figura tan identificada con el oficialismo elimina cualquier margen de duda: la FGR sigue siendo una extensión del poder ejecutivo, solo que con un ropaje jurídico más elegante.

De nada sirven los discursos, los acuerdos legislativos o las ceremonias de transferencia de mando si en lo cotidiano la FGR sigue siendo incapaz de resolver más del 90 % de los casos que recibe. Un órgano autónomo no solo se define por quién lo dirige, sino por su capacidad real de actuar sin miedo, sin instrucciones, sin padrinos políticos y sin amenazas presupuestales.

El país no necesita una Fiscalía al servicio del gobierno. Necesita una Fiscalía al servicio de la justicia. Hasta que eso no ocurra, cualquier cambio de titular será un simple movimiento de piezas en un tablero controlado desde el mismo lugar: el poder político. Porque la FGR puede cambiar de rostro, pero si no cambia de alma, seguirá siendo lo que hoy es: una autonomía simulada.

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