Por Alan Castro Parra
La consigna era “nunca más”… y volvió a pasar.
Dieciséis años después, el cielo de Hermosillo volvió a pintarse de gris. Una estela de humo espeso, el sonido de las sirenas y la angustia colectiva revivieron un episodio que creíamos enterrado. La ciudad volvió a mirar hacia el cielo, con el corazón encogido y la memoria en carne viva.
Pero no basta con apagar el fuego, emitir comunicados y prometer investigaciones. La respuesta institucional no puede ser la misma coreografía de siempre: funcionarios en conferencia, palabras vacías y protocolos que llegan tarde. Lo que debe ocurrir ahora es una investigación administrativa y penal seria, con nombre, cargo y responsabilidad para cada uno de los involucrados.
Debe saberse quién permitió que un comercio operara sin dictamen positivo de Protección Civil durante cuatro años. Cuatro años de negligencia, de vista gorda y de sellos sin tinta. Cuatro años en los que el riesgo estuvo ahí, a la vista de todos, y nadie hizo nada.
Y que no se escondan detrás del debido proceso. Nadie pide linchamientos, pero sí transparencia. Que informen, que rindan cuentas y que lo hagan a la luz pública, para que no haya sospechas ni rumores de impunidad. Porque al margen de las indagatorias, hay algo que salta a la vista: no fue un error, fue corrupción.
Y en Hermosillo, hay que decirlo con todas sus letras: la corrupción también mata.
Protección Civil falló. Pero no fue la única. Falló el sistema completo que debía prevenir, supervisar y sancionar. Falló el Ayuntamiento, falló el Estado, fallaron los inspectores y falló la empresa. Todos, por acción o por omisión, tienen responsabilidad en esta tragedia.
La omisión también mata. Y la incapacidad, cuando es institucional, también es corrupción. Porque la corrupción no siempre se viste de soborno: a veces se disfraza de indiferencia.
Por eso no bastan los pésames ni las declaraciones dolidas. Hermosillo no necesita discursos de consuelo, necesita un informe técnico independiente, verificable y público. Un informe que no dependa de los mismos que lo encubren, sino que rinda cuentas ante la sociedad.
Que no nos den más promesas ni ruedas de prensa. Que nos den resultados, sanciones y justicia. Porque lo que está en juego no es solo la memoria de las víctimas, sino la credibilidad misma de las instituciones.
Han pasado 16 años desde aquella tragedia que prometimos no repetir. Y, sin embargo, la historia volvió a escribirse con humo y cenizas.
Hoy, veinticuatro personas perdieron la vida. Veinticuatro familias fueron despojadas de su esperanza, y lo que vuelve a quedar en el aire es el olor rancio de la impunidad. La ciudad repite su dolor como si se tratara de un ciclo maldito, un eco del pasado que se niega a morir.
Porque mientras la corrupción roba vidas, la impunidad borra nombres. Y juntas, matan dos veces: una en el cuerpo, otra en la memoria.
Si este caso se archiva como otro “accidente”, se confirmará que en Sonora la corrupción tiene memoria larga y castigo corto. Que el olvido es la mejor coartada del poder.
El fuego puede apagarse, sí, pero la impunidad sigue encendida.
Y si no hay justicia esta vez, Hermosillo terminará siendo la catedral de la impunidad.
Después del incendio vendrán los operativos, las revisiones, las conferencias de urgencia y las promesas de “endurecer la ley”. Lo mismo de siempre: actuar después del desastre, cuando ya no hay nada que salvar.
Pero prevenir no es revisar después del humo; es evitar que el humo exista. Por eso urge una auditoría integral y pública a todos los establecimientos comerciales, con participación ciudadana y resultados accesibles. Que no se quede en un simulacro de supervisión.
Porque lo que ocurrió no fue un accidente, fue una omisión. Fue la misma corrupción con otro nombre y con otras víctimas. Y la memoria institucional no puede ser selectiva: o se reforman los protocolos de Protección Civil, o seguiremos contando muertos.
Hermosillo no necesita luto eterno, necesita reforma estructural y vigilancia real.
Gobernar también es tener memoria. Y en Hermosillo, la memoria está marcada por el fuego. Cada tragedia nos recuerda que la ética pública no se predica, se demuestra. Que la autoridad no se mide por los discursos que da frente a una cámara, sino por las decisiones que toma cuando nadie la ve.
Cada incendio quema algo más que estructuras: quema la confianza, la esperanza y la conciencia de quienes gobiernan. Por eso, lo que debe pasar ahora con las autoridades no es un acto de control de daños, sino de justicia.
Si de verdad quieren honrar a las víctimas —las de antes y las de ahora—, deben hacerlo con verdad, con sanciones y con reformas que impidan que esto vuelva a ocurrir. No con simulaciones, no con frases vacías.
Porque la corrupción y la impunidad no se extinguen con agua, se apagan con justicia.
Y si el fuego de la indignación social sirve para algo, que sirva para limpiar, no para consumir.
El deber moral del Estado es garantizar que ningún otro niño, trabajador o ciudadano muera por negligencia oficial. Solo entonces podremos decir, con verdad y no con resignación, que el “nunca más” por fin se cumplió.
El incendio volvió a exponer lo que el poder se niega a mirar: un sistema corroído por la negligencia y una sociedad cansada de sobrevivir entre escombros. Ya no alcanza con llorar a los muertos ni con encender velas en memoria; lo que Hermosillo necesita es encender la conciencia colectiva.
Porque cada tragedia que se repite deja claro que la corrupción no es una anécdota, sino una estructura; y que la impunidad no es olvido, sino decisión política.
Este no puede ser otro capítulo más en la crónica del abandono. Debe ser el punto de inflexión donde la memoria se convierta en exigencia y el dolor en política pública. Que las sirenas de hoy no sean solo el eco del desastre, sino el llamado a una justicia que, por fin, llegue a tiempo.
Solo entonces podremos mirar al cielo sin miedo, y sin humo.



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